Encuentro personal y diálogo con todos

Vivimos en un mundo hiperconectado, en contacto permanente y ubicuo. El uso de las aplicaciones de mensajería (WhatsApp, Line, Telegram…) ha crecido un 55% en los últimos doce meses. El 95% de los usuarios de móviles inteligentes (smartphones) afirma que las usa a diario. Durante el año 2014 se enviaron diariamente 30.000 millones de wasaps, lo que supone un promedio de cuatro wasaps por cada habitante del planeta. El mundo, nuestra vida, se ha convertido en un chat continuo.

Deliberadamente no traduzco la palabra chat por conversación, porque creo que estamos asistiendo a una preocupante paradoja. En medio de este chat universal, la conversación ha enmudecido; ni es tumulto ni es susurro. La mayor parte de nuestras “conversaciones” han quedado prisioneras de las pantallas (la del móvil –sobre todo–, la de la tableta, la del ordenador).
Corremos el peligro de reducir la comunicación a la conexión. Se banalizan los contenidos, pero también se amputan dimensiones fundamentales de la experiencia de la comunicación, sobre todo la presencia.

Sin la presencia, sin el encuentro personal, no es posible el diálogo y la verdadera comunicación. Como bellamente expresa Pedro Cerezo Galán en su obra Reivindicación del diálogo, “este empobrecimiento de la comunicación dialógica cara a cara, o ante el rostro o la mirada del otro, es el índice más elocuente de una nueva barbarie, que ni siquiera adivina su propia indigencia […] Fuera de esta comunicación viviente con el otro, ya no es posible autentificar ni el juicio de la realidad ni la valoración moral, ni siquiera la experiencia del propio yo, pues éste se desvanece en un laberinto de reflejos interiores si le falta la relación primordial con un tú”.

La indigencia de espíritu de diálogo es una característica secular de nuestra sociedad, mucho más dada a la tertulia y a la polémica. Una impronta que se reproduce amplificada en las denominadas redes sociales, justamente cuando la diversidad y la complejidad se han instalado de modo definitivo en nuestra vida personal, social, política, económica y religiosa. Nunca antes habíamos tenido tantas cosas sobre las que debemos dialogar, sobre las que no podemos dejar de dialogar, porque nos va en ello la vida en su sentido más amplio y también más inmediato. Por eso necesitamos una pedagogía del diálogo.

El diálogo es consustancial al cristianismo. Dios es logos, es palabra creadora y ordenadora, pero en Jesús, en el Evangelio –la buena nueva anunciada, proferida– se manifiesta como una gran conversación. Jesús se encuentra con todos y habla con todos. La presencia, como en el caso de la de Jesús en el pasaje de los discípulos de Emaús, es la que hace tornar la conversación y discusión de la que habla Lucas en un cambio, en algo que hace que la forma de actuar posterior sea diferente, se modifique. Los discípulos de Emaús dieron la vuelta, fueron a contar la buena nueva, porque habían reconocido a través de la presencia de Jesús cuál era la realidad de lo que estaban viviendo. Pasaron de la discusión al reconocimiento. En el pasaje de Emaús es muy importante la metáfora del camino, del proceso. Desde una posición estática, rígida, es muy difícil que haya un verdadero diálogo. Uno tiene que salir de sí mismo, ponerse en marcha. Y en esa inestabilidad, en esa falta de apoyos incontrovertibles, es donde podemos abrirnos a la experiencia y reconocer la presencia del otro.

Junto al coloquio con los otros, previamente hemos de ser capaces de dialogar con nosotros mismos, hemos de ser capaces de llegar al “intimior intimo meo” de San Agustín o a esa conversación “con el hombre que siempre va conmigo” de Machado como elementos fundantes del verdadero diálogo. En un mundo permanentemente conectado, con un miedo cada vez más extendido a perder u olvidar el móvil o “quedarse sin batería”, el aprender a “desconectar”, a gestionar la soledad, el encuentro con uno mismo, es uno de los grandes retos, sobre todo para los llamados nativos digitales, los más jóvenes.

Sin esa experiencia del diálogo y el encuentro con uno mismo y con los que nos rodean nunca podremos entender los versos del poeta argentino Roberto Juarroz:

“El oficio de la palabra
más allá de la pequeña miseria
y la pequeña ternura de designar esto o aquello,
es un acto de amor: crear presencia.
El oficio de la palabra
es la posibilidad de que el mundo diga al mundo
la posibilidad de que el mundo diga al hombre”.

[Por Agustín Blanco. Director de la Fundación Encuentro]