La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
Todo lo que es humano tiene que ver con nosotros. Tenemos en común con toda la humanidad la naturaleza, es decir, la vida con todos sus dones, con todos sus problemas: estamos dispuestos a compartir con los demás esta primera universalidad; a aceptar las profundas exigencias de sus necesidades fundamentales, a aplaudir todas las afirmaciones nuevas y a veces sublimes de su genio. Y tenemos verdades morales, vitales, que debemos poner en evidencia y corroborar en la conciencia humana, pues tan benéficas son para todos. Dondequiera que hay un hombre que busca comprenderse a sí mismo y al mundo, podemos estar en comunicación con él; dondequiera que se reúnen los pueblos para establecer los derechos y deberes del hombre, nos sentimos honrados cuando nos permiten sentarnos junto a ellos. Si existe en el hombre un anima naturaliter christiana, queremos honrarla con nuestra estima y con nuestro diálogo. Podríamos recordar a nosotros mismos y a todos cómo nuestro actitud es, por un lado, totalmente desinteresada —no tenemos ninguna mira política o temporal— y cómo, por otro, está dispuesta a aceptar, es decir, a elevar al nivel sobrenatural y cristiano, todo honesto valor humano y terrenal; no somos la civilización, pero sí promotores de ella.
La religión puede contribuir al diálogo intercultural «solamente si Dios tiene un lugar en la esfera pública». «La negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la humanidad. En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad». Fe y razón deben, por tanto, reconocerse recíprocamente, y recíprocamente fecundarse.
La dimensión intercultural es, en cierto modo, parte del patrimonio del cristianismo con vocación “universal”. En la historia del cristianismo se lee un proceso de diálogo con el mundo, en búsqueda de una fraternidad entre los hombres cada vez más intensa. El punto de vista intercultural, en la tradición de la Iglesia, no se limita a valorar las diferencias, sino que contribuye a la construcción de la convivencia humana. Ello se hace particularmente necesario dentro de las sociedades complejas en las que hay que superar el riesgo del relativismo y de la uniformación cultural.
«Cada ser humano está llamado a la comunión en razón de su naturaleza creada, a imagen y semejanza de Dios (cfr Gén 1, 26-27). Por tanto, en la perspectiva de la antropología bíblica, el hombre no es un individuo aislado, sino una persona: un ser esencialmente relacional. La comunión a la que el hombre está llamado implica siempre una doble dimensión: vertical (comunión con Dios) y horizontal (comunión entre los hombres). Resulta esencial reconocer la comunión como don de Dios y como fruto de la iniciativa divina realizada en el Misterio Pascual».
La dimensión horizontal de la comunión a la que el hombre y la mujer están llamados se efectúa en las relaciones interpersonales. Cuanto más uno vive estas relaciones en modo auténtico, su identidad personal madurará más. Las relaciones con los demás y con Dios son, pues, fundamentales, porque en ellas el hombre y la mujer se valorizan a sí mismos. También las relaciones entre los pueblos, culturas y naciones potencian y valorizan a quien se pone en relación. Efectivamente, «la comunidad de los hombres no absorbe en sí a la persona anulando su autonomía, como ocurre en las diversas formas del totalitarismo, sino que la valoriza más aún porque la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo. De la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas que la componen, y la Iglesia misma valora plenamente la “criatura nueva” (Ga 6,15; 2 Co 5,17), que por el bautismo se inserta en su Cuerpo vivo, así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad». (Educar al Diálogo intercultural en la escuela católica) (Ecclesiam Suam)