La misma fe en sus esencias se traduce en un diálogo en el seno del Padre, en el ámbito de la comunidad de bautizados. El diálogo tiene un origen trascendente; Dios se dirige, dialoga con el hombre y la mujer. Toma la iniciativa, y nosotros respondemos libremente.
Ese diálogo entre Dios y el hombre conforma y configura al Pueblo de Dios en una perspectiva dialogal, con unas posibilidades inmensas de humanidad redimida, expresivamente alegre, con un fuerte sentido de plenitud. Dios no suplanta ni sustituye a nadie.
Es más, Dios ha constituido a la misma persona humana como un ser-en-relación, un ser-con-los-otros y para-los-otros, en un momento de la historia. La estructura humana y creyente es dialogal. El imperativo del diálogo y la comunicación nos pueden llevar al conocimiento de la verdad trascendente y la verdad de los otros o, mejor dicho, nuestra verdad.
El Concilio Vaticano II nos dejó como señal y fundamento teológico de identidad cristiana esencial la eclesiología de comunión. Y precisamente ahí nace la necesidad del diálogo eclesial. Por ser la Iglesia fundamentalmente comunión, que tiene su origen en la comunión entrañable e interpersonal del misterio de la Trinidad, precisamente por eso, el diálogo, la participación, la corresponsabilidad, la colegialidad… deben existir y conformar todas las relaciones intraeclesiales. Sin diálogo no existe participación, sino más bien imposición. Y, desde luego, sin comunicación y diálogo no vivimos la comunión.
Entonces el diálogo se abre en todas las direcciones. Para un creyente empieza por Dios, porque de ahí dimana esa capacidad de diálogo. «La razón más alta de la dignidad humana está en su vocación a la comunicación con Dios», todo ello fruto del amor (GS 19).
Una convivencia respetuosa y justa se desenvuelve en un clima de diálogo, de escucha, apoyándose más en lo que es común a todos que en aquello que divide y enfrenta. Hace falta aplicar una pedagogía innovadora que nos ayude a buscar y encauzar las mejores energías personales y colectivas, en la consecución de los objetivos generales de entendimiento, de integración, de solución de conflictos, de justicia social plena.
La experiencia del diálogo exige condiciones que hay que aplicar: el respeto y el reconocimiento del otro como igual; el salir del propio egocentrismo; el olvidarse un tanto de sí; el escuchar con humildad, que significa andar en verdad; una actitud de apertura, de empatía, esa capacidad de ponerte en el punto de vista del otro sin prejuicios, sin interpretar. Todo ello implica aceptar al otro tal como es, para que pueda llegar a ser lo que debe ser.
Se reconoce el derecho a la diferencia, y nos dejamos enseñar por el otro, por la comunidad. No se trata de refutar o combatir al otro, sino de intercambiar opiniones, buscar juntos la verdad con libertad, sin renunciar a uno mismo, lo cual se puede compaginar con la fidelidad a uno mismo, al hermano, a la comunidad.
Se tiene que dar una actitud de partida que conforma todo el proceso dialogal y pertenece a la tradición eclesial. Como miembros del Pueblo de Dios, afirma San Agustín, somos «consiervos», «cohermanos», «cumpauperi», es decir, hermanos entre los hermanos, discípulos del Señor, llamados a participar de su Reino, como nos recuerda el Vaticano II (PO 9; ChD 18).
Desde esta conciencia de pertenencia, el diálogo es fluido.
El clima de confianza que nace de las relaciones interpersonales facilita el diálogo mucho más que el que nace del ideario de la institución o del mismo carisma. La comunidad se edifica en un clima de confianza si éste se da entre los miembros y grupos eclesiales.
La experiencia de fraternidad, de comunión, tiene como instrumento principal un proceso asegurado de diálogo y comunicación. Lo cual conlleva muchas exigencias. Cito las más significativas.
Diálogo personal, mediante relaciones interpersonales, donde se expresa la persona y no sólo el personaje, y donde la persona crece y es capaz de superar las diferencias psicológicas o ideológicas, que rompen la comunión.
El Discernimiento Comunitario tiene que llegar a ser institucionalizado en cada grupo y comunidad cristiana, con todas las condiciones que lo hacen posible:
Además del clima de oración y de diálogo personal, señalaría:
– Clima de Confianza, de escucha y de participación, como condición indispensable para la Comunión. No puede darse Comunión sin comunicación.
– Corresponsabilidad: hasta los Papas que ostentaron con mayor firmeza su autoridad en la Edad Media (Inocencio III y Bonifacio VIII) pedían para la Iglesia este Principio del Derecho Romano: «Lo que es de todos debe ser tratado por todos».
– Información transparente: hoy nadie oculta la información entre nosotros, porque no hay nada que ocultar si buscamos los intereses del Reino en el grupo o comunidad.
– Libertad de expresión. «La Iglesia es un cuerpo vivo, y le falta algo a su vida si le falta la opinión pública», decía hace ya muchos años Pío XII.
– Respeto al pluralismo, según el sabio principio de inspiración agustiniana asumido por el Concilio Vaticano II en Gaudium et Spes, 92: unidad en lo necesario; libertad en la duda; y en todo caridad.
Diálogo de la Iglesia sobre sí misma
Nicolás Castellanos Franco, osa