La persona humana está hecha para el diálogo. Por constitución somos seres dialógicos. Sin diálogo, así de sencillo, una persona no es persona. Sin diálogo, se parecerá mucho a una persona, pero a una persona que no se acepta a sí misma o que, por cualquier otro extraño motivo, reniega de su propia naturaleza.
¿Por qué? Porque sin diálogo no hay aprendizaje, no hay conocimiento de sí mismo ni del mundo, ni se sabe qué posición se ocupa personalmente en la Tierra. Sin diálogo no hay apertura ni encuentro con nadie, ni tan siquiera consigo mismo. Sin diálogo sólo hay la cerrazón más absoluta de la persona, algo extraño y artificial que le desnaturaliza por no ser conforme a su ser.
Sin diálogo, la persona no sabe por dónde tirar ni cómo orientarse. Sin diálogo, la persona se encuentra más sola que la una. Sin diálogo, se ha excluido cualquier posibilidad de interdependencia. Pero el propio ser está hecho para esa interdependencia.
Un coche que esté hecho para funcionar con gasolina no puede funcionar si se le echa vinagre. Si a una persona se le priva —o a sí misma se priva— del diálogo, no puede comportarse ni encontrarse a sí misma como persona. Habrá adoptado cualquier otra forma de ser, pero será siempre la de un ser humano maltrecho y desfigurado. Esta afirmación no es nueva, sino que puede apoyarse en numerosos textos de autores clásicos a lo largo de la historia del pensamiento.
El diálogo es pues una necesidad vital y humana. ¿De qué tienen necesidad todas las personas? De que alguien las escuche y se sientan comprendidas. El diálogo es una necesidad vital universal, a la vez que singular, y esto es lo que viene sucediendo desde Adán y Eva. En Adán y Eva había ya una necesidad de diálogo, de que uno y otra se escucharan y hablaran.
Desde entonces, esto no ha cambiado prácticamente en nada. Ésta es la necesidad que experimentan la mayoría de las madres de familia españolas. Si muchas de ellas sienten el zarpazo de la frustración es porque no tienen quién las escuche, porque ni siquiera el marido las escucha.
En una investigación realizada hace una década, se puso de manifiesto en una muestra representativa de mujeres españolas casadas, de entre 30 y 55 años de edad, que su queja prioritaria respecto de su pareja era, en el 86% de los casos, la incomunicación (cfr. Polaino- Lorente, 1999).
De acuerdo con estos resultados, el problema número uno de sus conflictos conyugales era la incomunicación en la pareja. Esta peculiaridad suele encontrarse en la mayoría de las personas que consultan en terapia de pareja. En muchas de ellas, la incomunicación conyugal acontece de forma muy acentuada.
De otra parte, es muy excepcional que funcione la comunicación en una pareja si está atravesando una etapa de conflictos. A lo que se observa, escuchar no es fácil. Siempre podrá mejorarse el diálogo entre personas, sin el que la salud humana no es sostenible. Una buena
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